Cristian C. Bellot | Héroe. Capítulo 3
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Héroe. Capítulo 3

3. Para ser un abusón hay que tener mucho dinero… y mucho estómago

 

Fue en el colegio donde se empezó a ver de verdad que yo no iba a ser un tipo de trato fácil (con el tiempo he mejorado, ya no soy tan capullo). La falta de autoridad en casa, sumado a una lista de niñeras cada vez más extensa (durante el primer curso llegó la séptima, el orco que estaba destinado a conocer), propiciaba que mi comportamiento en clase distara mucho de ser ideal, o acep­table, o como mínimo soportable.

Fui al Colegio de Primaria de Strendel, el único que existía en aquella época. Estaba en la zona oeste del pueblo, la más alejada del mar, junto a la biblioteca y la zona deportiva, entonces compuesta por solo un campo de fútbol de tierra, o campo de patatas, donde de verdad se aprende a jugar y a repartir patadas. El colegio era, y es bastante probable que siga siendo, el edificio más feo de todo el pueblo. Feo con ganas. Más parecido a una fábrica que a una escuela, con grandes ventanales para que la luz natural le diera más elegancia a la magnificencia del interior. Perfecto para potenciar la creatividad de los chavales. Creo que se nota la ironía.

Cuando menciono mi comportamiento poco ideal no hablo solo de una falta de atención en clase, o de que hablara todo el tiem­po interrumpiendo a la sufrida maestra; eso lo hace cual­quier niño algo travieso. Lo mío era más contestarle de mala manera, empleando palabras que no aún debería haber aprendido pero que conocía muy bien, o tirándole lápices u otros objetos potencialmente peligrosos (recuerdo que un día le tiré una silla; no le di), cosa que había obtenido como hábito practicando con las varias niñeras post-Lana.

No solo eso, sino que casi cada semana acababa en el despacho de la directora por alguna pelea. Una directora que tampoco hacía nada por ayudar y que prefería dormir de nueve a dos en su despacho; sus ronquidos eran antológicos. Los otros niños me tenían miedo, no se atrevían ni a mirarme. Ni siquiera los de un curso superior se metían conmigo. Si alguno traía algo que me gustaba para desayunar, me lo quedaba; si alguno traía algún ju­guete que me parecía divertido, se lo quitaba; y si alguno se quejaba, si se atrevía a levantar la voz, le hacía tragar tierra. El abusón oficial del colegio tenía nombre y apellido que rimaban. Pedazo de héroe.

Pero, a pesar de todo el miedo que infundía, no pude evitar la creación de las estúpidas rimas a mis espaldas. Era la única defensa que conocían contra mí. Lo cual me cabreaba todavía más y provocaba más actos de abusón. Un ciclo sin fin.

No tardaría en darme cuenta de lo parecido que era a mi padre en ese aspecto: si me cabreo, reparto hostias, y no como un cura.

Solo había un niño que no me temía. Mi único y mejor amigo, mi compañero de correrías en los años venideros: Damian, un chico rubio y de poca estatura, ya fuera de niño o de adolescente, más conocido como Dam. Sí, Dam y Dax. Parece el nombre de una serie mala de televisión que sigue a dos capullos integrales con risas enlatadas de fondo. O de un dúo cómico cuya gracia la tienen bien metida en el trasero, hablando con finura.

Dam era el tercer hijo de una familia bastante pobre. Su padre era pintor (de casas, no de cuadros) y su madre trabajaba como cajera en el supermercado. Su hermano mayor, diez años más grande que él, murió en un accidente de moto con tan solo catorce años. Si tuviera que apostar, diría que ahí estaba el germen de su comportamiento autodestructivo.

La directora y los profesores del colegio, en cambio, atribuían mis problemas de conducta a la ausencia de una madre. Menuda panda de idiotas. No se daban cuenta de que la ausencia real era la del padre, pero estaban tan ciegos y embelesados por las bondades de Daniel Benson que no cambiarían su parecer ni aunque mi padre les diera una hostia con la mano abierta a cada uno y luego les escupiera en la boca para acabar meándose en sus ojos.

Lo llamaron solo un par de veces para que fuera a hablar con mi profesora, pero era Logan o la niñera de turno quienes acudían, con la pobre excusa de que el señor Benson estaba en una reunión muy importante o de viaje, aunque en realidad reu­nión equivalía a campo de golf (de su propiedad), y viaje, al sofá de casa o a su despacho, aunque puede que de verdad estuviera de viaje; no controlaba demasiado su agenda.

Aun así, empecé a ver a mi padre con más asiduidad, mucho más de lo que habría esperado. Bueno, cualquier cosa al lado de nada parece mucho más. Aunque sospecho que lo hacía por eso de mantener su imagen pública intachable. Acudió varias ve­ces a recogerme al final del día, siempre acompañado de Logan o de alguno de sus esbirros. En cuanto me veía, y se aseguraba de que todos lo habían visto, se metía en el coche. No necesitaba saludarme ni preguntarme nada, la farsa ya había cumplido su función. Gracias por venir, ahora vete a la mierda.

Sí que hubo dos ocasiones durante esos años en los que existió una mayor interacción entre nosotros.

La primera se originó con el mismo objetivo de siempre, el de su imagen pública. Fuimos a la inauguración de un centro para gente de la tercera edad que mi padre había construido con sus propios fondos (de las armas); lo podrían haber llamado «Centro de vejestorios armados». Un evento al que acudió casi todo el pueblo, con las baterías cargadas de la adoración que proferían por él. Estuvieron presentes el alcalde, el párroco, doctoras y doctores, enfermeras y enfermeros, los abuelos, el jefe de la zona portuaria (porque sí) y hasta un gato que pasaba por ahí y se paró a mirar. Y junto a todos ellos, un niño de siete años, yo, con la sorpresa de una mano de mi padre sobre el hombro. Creo que fue la primera vez que sentí su tacto, y no veas el asco que sentí y tuve que contener hacia ese hombre que no conocía de nada. Tendría que haberle arrancado un dedo de un mordisco. Mejor un par.

Lo que nadie ahí presente conocía eran las comisiones que se había llevado mi padre en su abultado bolsillo. Mientras él sonreía al populacho (así los llamaba), mostrándose como un padre atento y afectuoso, un hombre comprometido con su gente, su cuenta bancaria se iba llenando más y más. Y la del alcalde, a su lado, también. El grifo estaba abierto. Porque en realidad el alcalde era una marioneta de mi padre y falsificaba todo lo que hiciera falta falsificar para contentarlo. Pero, oye, los viejitos tendrían un lugar para vivir y no molestar. ¡Qué gesto más altruista!

Tras el evento, todo el mundo se tiró meses hablando de la magnífica educación que estaba recibiendo y de la suerte que tenía de tener un padre como ese. El regalo de mi padre al pueblo los cegaba para todo lo demás. Gran panda de idiotas.

La segunda ocasión que me dio la oportunidad de compartir momentos valiosos entre padre e hijo sucedió cuando yo acababa de cumplir los nueve años. No fue tan agradable.

Era fin de semana. Sábado, creo. Estaba en casa, en mi habitación, creía que solo. Bueno, con la niñera número… ¿nueve? No sé, otra vieja que olía a mayonesa caducada. El caso es que Logan entró sin llamar a la puerta. Cada día tenía menos pelo y las entradas que siempre había lucido parecían ahora carreteras hacia la coronilla. Además, estaba engordando a un ritmo endiablado, acostumbrado a la buena vida, y cada año era más complicado que la barriga incipiente pudiera ser disimulada con la ropa adecuada. Sobre todo cuando no vestía traje y se ponía esos jerséis de cuello de pico que le remarcaban la figura curvada de la panza y las tetas de hombre.

Me dijo con su voz algo aflautada cuatro palabras que nunca antes había oído:

—Tu padre quiere verte.

Casi me explota la cabeza.

Ya está, me va a echar de casa o me va a encerrar en algún lugar oscuro y apestoso, pensé en aquel momento. Seguí a Logan hasta el despacho de mi padre. La puerta del despacho siempre había estado cerrada para mí, no sabía lo que me encontraría detrás. Mis sospechan viraban entre una sala de torturas y una sala llena de cachorritos gatunos de uñas afiladas. No sé qué me daba más miedo. Logan llamó con los nudillos y la abrió.

Y al abrirla entré en un mundo del que ya no saldría.

El despacho era más grande que mi habitación. De hecho, era más grande que cualquier otra habitación de la casa. Con vistas al mar, como la mía. En un lado, pegada a la pared, había una estantería llena de libros; al otro, una estantería llena de maquetas de barcos y aviones. Junto a la puerta había una pequeña barra con un grifo de cerveza (que no tardó en desaparecer, por la razón que fuera), y en medio de la sala, dos sofás enfrentados sobre una gran alfombra, en los que estaban sentados dos asistentes (esbi­rros, gorilas…) de mi padre. En el suelo se veía un parquet dife­rente al del resto de la casa, de más calidad, como si solo esa sala lo mereciera o los pies de mi padre fueran más exquisitos. Y presidiendo el espacio, de espaldas a la ventana, una gran mesa de nogal o alguna otra madera de aspecto noble que debe arder muy bien.

Mi padre estaba sentado tras la mesa, trabajando en una maqueta de un barco, la chaqueta negra del traje colgada en la silla. Es obvio que no conocía esa afición suya. Por suerte no se me ha pegado, parece bastante aburrida. No levantó la cabeza para mirarme cuando entré. Frente a él, en otra silla, de espaldas a la puerta, había un hombre que no conocía, con chaqueta de cuero y cabeza rapada. Este sí se giró con mi entrada, con lo que pude ver los hematomas en su cara, el corte en el labio y la expresión de terror. No creo que tuviera más de veinticinco años.

—Cierra la puerta —le dijo mi padre a Logan, todavía concentrado en las piezas que tenía entre las manos.

Logan cerró la puerta y me acompañó hasta la silla libre que había junto al desconocido aterrado. Se quedó de pie junto a él. Encendió un cigarrillo. Dio una calada profunda y le tiró el humo a la cara. Sí, a veces Logan no era mejor que mi padre, pero, oye, nunca dije que fuera un santo.

Entonces, supongo que como a cada niño, el olor del tabaco me asqueaba. Odiaba cuando Logan se me acercaba con la ropa apestando a su vicio. Luego descubrí que lo odiaba porque al ta­baco le faltaba otra esencia más recreacional.

Mi padre enganchó dos piezas del barco con pegamento ins­tantáneo. Analizó su pequeña obra y asintió para sí mismo, sa­tisfecho con el resultado. Después cogió más piezas. Junto a los pedazos de plástico y madera había una revista que parecía contener las instrucciones de ensamblaje.

—Desde el día en que naciste no supe qué hacer contigo —dijo mi padre de pronto, aún sin levantar la mirada. Tardé unos segundos en reaccionar y en darme cuenta de que me hablaba a mí; era toda una novedad—. Lo estropeaste todo. Mataste a la mejor persona que ha existido y que existirá. Le privaste al mundo de su belleza y de su bondad. Fuiste un error.

Levantó la cabeza y me dedicó una mirada llena de rabia y odio. Era la primera vez que me llamaba «error», años más tarde añadiría el «de mierda»; todo junto suena como más poético. No pude hacer más que tragar saliva. Si hablaba, todavía podía caerme una hostia, aunque no sabía para qué quería verme así que eso no estaba todavía descartado.

—Pero no podía deshacerme de ti —continuó. Por cierto, acostúmbrate a sus discursos, le encanta el sonido de su propia voz—. No…, porque este estúpido pueblo necesitaba su puto culebrón de la familia Benson. Si me deshacía de ti sin que nadie se enterara, la gente ya no me adoraría y aplaudiría mi fortaleza, sino que solo sentirían lástima por mí. No estaba dispuesto a aguantar todas esas caras mirándome como si fuera un perro apaleado. Me gustara o no, te necesitaba vivo y en esta casa. Necesitaba que vieran que no estaba solo, que mi legado y el de tu madre seguiría vivo mucho después de que nosotros ya no estuviéramos. Necesitaban ver a un padre de familia, no solo a un empresario de éxito. De esa forma sentirían que yo era uno más del pueblo, que yo era igual que esos paletos, un hombre que debe enfrentarse a las dificultades que le lanza la vida. No cuestionarían nada de lo que hiciera mientras su amigo Daniel Benson les entregara regalos de vez en cuando, y tú fuiste eso, un regalo que no podía arrebatarles. Seguían sintiendo lástima, cómo no iban a sentirla, pero era una lastimosa adoración.

»Así que empecé a pensar que debía haber alguna forma de convertir el error en algo más útil que solo una imagen de cara al público. Si tengo que simular toda la vida que me preocupo por ti, al menos te buscaré algo de utilidad que hacer; me cuestas un di­nero que no me gusta gastar, no pienses que vas a comer y a vivir siempre en esta casa gratis, tienes que ganarte tu parte. —Se levantó y rodeó la mesa—. Vamos a enseñarte el oficio. Quién sabe, quizá acabes siendo un miembro valioso de mi organización.

La organización a la que se refería no era la que fabricaba televisores, como es obvio, pero es algo que no era tan obvio para mí aquel día. No me apetecía trabajar en una fábrica (no creo que a nadie le apetezca con esas largas jornadas de pie repitiendo lo mismo una y otra vez y los madrugones que nunca acaban), pero era algo que me permitiría pasar más tiempo con mi padre, podría llegar a conocerlo y quizá conseguir que él se interesara por mí. Podría llegar a tener un padre como todos los demás niños. Viendo lo caro que iba el minuto de compañía, eso era lo más cerca que iba a estar de él. Por fin iba a conseguir la figura paternal que en el fondo tanto anhelaba mi actitud rebelde. Porque sí, por mucho odio que pudiera sentir entonces hacia él, era solo un ejercicio para enmascarar las ganas de ser como los chavales a los que daba palizas en el colegio y que luego se iban a casa con sus padres.

Qué equivocado estaba…

Daniel Benson se situó detrás del desconocido aterrado, destilando autoridad en cada movimiento. Le puso las manos en los hombros y este dio un respingo en cuanto notó el contacto y comenzó a temblar como una lavadora vieja. Yo no entendía el porqué de tanto miedo.

—Este de aquí —dijo mi padre— es Ma…, Ne… ¿Cómo era?

—Adrian —dijo Logan.

—Eso. Adrian, tan modosito como lo ves ahora, también es un error. Creía que podía engañarme…, perdón, engañarnos. Creía que podía quedarse más dinero del que le correspondía, además de agenciarse material que no le pertenece. —¿Está hablando del material para las maquetas?, recuerdo que me pregunté enton­ces, tan inocente como era—. Verás, en mi organización, si cumples con tus obligaciones de forma adecuada, te llevas tu parte correspondiente del botín. Una parte generosa como pueden co­rroborar los caballeros aquí presentes. Me gusta tener a mi gente contenta. Un empleado feliz equivale a un trabajo bien hecho. Un empleado descontento, en cambio, es un problema. Al parecer, Adrian, es un empleado descontento. Ergo un problema. De esos que no te puedes permitir mantener en plantilla.

»Intento ser comprensivo con todos ellos, de verdad que lo intento. Si alguien tiene un problema, solo tiene que pedir mi ayuda de la forma más educada posible, y así llegar a algún tipo de acuerdo que sea provechoso para ambos. Ya sabes, un empleado feliz, bla, bla, bla.

»Pero, ¿qué ha sucedido con nuestro amigo Adrian? Para empezar, que no necesita el dinero para solucionar ningún problema, es simple avaricia. Su único problema ahora mismo soy yo. Además (y esto es mucho más grave), es la segunda vez que se apro­pia de lo que no le pertenece. Se ve que en la primera le fue tan bien que quiso repetir la experiencia. Nos tomó por tontos. Y lo fue contando por ahí, fardando de su gran hazaña. Creía que no nos enteraríamos de nada. Pero, chico, a Logan no se le pasa ni una.

»Y ahora, tanto él como nosotros sabemos que no podemos mantener a una persona así en la organización; nos traería demasiados dolores de cabeza.

»Hay una diferencia clave entre el error que eres tú y el error que es aquí Adrian: de ti no me puedo deshacer, en cambio, de Adrian…

—Por favor, señor Benson. He cometido un grave error, lo sé, y lo lamento mucho —suplicó Adrian—. Le prometo que no volverá a ocurrir y le compensaré por ello.

Mi padre rodeó de nuevo la mesa, hacia su silla. Cogió un pequeño tubo de pegamento instantáneo de la mesa.

—No has cometido un grave error, sino dos —dijo—. Nos has faltado al respeto en dos ocasiones, algo muy difícil de perdonar. Pero en una cosa estamos de acuerdo: no volverá a ocurrir. Sujetadlo.

Los dos gorilas que estaban sentados en los sofás, tan anchos como un armario doble que se ejercita en el gimnasio, tan fuertes como un toro dopado, se levantaron raudos y sujetaron con fuerza al pobre Adrian.

—En esta organización nos encargamos personalmente de co­rregir los errores —continuó mi padre, desenroscando el tapón del tubo de pegamento—. Solo así conseguimos que funcione como una máquina bien engrasada. Pero yo no puedo encargarme de todos, mi agenda suele estar bastante apretada. Tarde o temprano te tocará a ti asumir ciertas responsabilidades para asegurar el buen funcionamiento. Ante todo eres un Benson, esta gente va a temerte y a respetarte solo por eso, así que deberías aprender nuestro méto­do de corrección de errores. Puede que ahora te escandalices con lo que vas a presenciar, es comprensible, no es agradable, no tiene que serlo. Pero con el tiempo comprenderás que el respeto no se gana con un apretón de manos sino con tus actos. Si una persona te pierde el respeto y no lo corriges, detrás vendrán muchas más, y entonces será demasiado tarde para detenerlo. Todavía eres muy joven para tomar la iniciativa en estos actos, así que de momento observarás y aprenderás. Bien, muéstrame esos ojos, Adrian.

Adrian forcejeó, viendo a mi padre acercarse con el tubo de pegamento en la mano, pero no pudo hacer nada contra los dos gorilas. Le tiraron la cabeza hacia atrás. Comenzó a llorar, lágrimas recorriendo sus mejillas como un río tras una tormenta.

—Pase lo que pase, no dejes que te vea apartar la mirada, chico —me susurró Logan, tras situarse a mi lado— Mantén los ojos bien abiertos.

—Una empresa es muy parecida a una maqueta de un barco —dijo mi padre mientras levantaba uno de los párpados de Adrian. No, no se calla nunca—. Mientras todas las piezas funcionen conjuntamente, el barco resistirá entero. A la que una falle, las otras pueden desmoronarse. No tiene secreto, es una maqueta. Para eso tenemos el pegamento, para mantenerlas unidas. Nuestro pegamento aquí es la confianza y el respeto. Si perdemos alguna de esas, necesitamos recomponer las piezas. Y si están defectuosas, sustituirlas por otras nuevas.

De repente, Daniel Benson vació medio bote de pegamento instantáneo en el ojo derecho de Adrian. Sé que fue medio bote porque después vertió la otra mitad sobre el segundo ojo. Los gritos de Adrian fueron estremecedores, similares a cuando tiras a un cerdo de la cola y acabas arrancándosela. Me causaron pesadillas durante varios meses. Pero hice lo que me dijo Logan: no aparté la mirada.

Soltaron al pobre desgraciado, ahora ciego y sufriendo un intenso dolor, algo difícil de imaginar. Cayó de la silla, retorciéndose con las manos en los ojos, sin atreverse a tocarlos; una pequeña conciencia le estaría recordando que sería peor si también se enganchaban las manos. Rodó, pataleó y gritó hasta que perdió el conocimiento. Si había sucedido algo parecido antes en ese despacho, fue cuando yo no estaba, porque esos gritos era imposible que no hubieran hecho retumbar la casa, estuvieran o no aisladas las paredes.

Los dos gorilas sacaron a Adrian del despacho. ¿Su destino? Tan desconocido para mí como para ti. No he vuelto a saber nada de él, ni tampoco se oyó hablar de un hombre con los párpados pegados. Bien podría estar muerto en un vertedero, en el fondo del mar o enterrado en el campo de golf.

Mi padre se sentó en su silla como si ahí no hubiera ocurrido nada raro, tan tranquilo como cuando entré en el despacho, quizá incluso más. Tiró el bote vacío a una papelera cercana, abrió un cajón, sacó otro, y recuperó su maqueta donde la había dejado.

—Logan, llévatelo de aquí —dijo, de nuevo sin levantar la mirada.

Me gustaría decir que fue la única vez que presencié algo así, pero entonces te mentiría. Con el tiempo, tras aprender a qué organización se refería en realidad, comprendí que lo que hacía era necesario para mantener su imperio. Cruel, despiadado, pero necesario (lo que lo convertía en algo más cruel y despiadado); se movía por la línea del precipicio y cualquier paso en falso lo haría caer. Pronto me vi obligado a tomar la iniciativa para solucionar algunos errores, como él quería, pero nunca me permití disfrutarlo y utilicé mis propios métodos.

Porque no soy ningún héroe, solo un tipo que hizo lo necesario para sobrevivir.

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