Cristian C. Bellot | Relato I: Imaginación desbordante
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Relato I: Imaginación desbordante

Tiene una imaginación desbordante.

Es con toda seguridad la frase que más veces ha oído en voz de un adulto refiriéndose a ella. La frase que demuestra su ignorancia.

Pero lo entiende. La línea que separa la realidad de la imaginación depende del grado de conocimiento de cada uno. Y el suyo es muy superior al resto. Porque los ha visto.

Tiene trece años. Su altura es muy inferior a la media, su cara está llena de granos, su ropa no muestra un solo logo de una marca conocida y se aleja de los cánones establecidos. Lleva siempre varios cómics de superhéroes en la mochila, un cuaderno en el que dibuja y escribe todo lo que su imaginación desbordante le permite, cartas de un juego de rol para el que todavía no ha encontrado contrincante, y un libro de fantasía épica bajo el brazo destinado a un público más adulto, que no es del agrado de sus anticuados profesores debido a su crudeza y a su baja calidad literaria, este último un concepto que no comprende. También lleva un par de figuras de monstruos poco clásicos que nunca muestra en público por temor a que se las rompan por lo que acabaría designándose como un accidente sin maldad.

Se pasa el día llenando el cuaderno o leyendo en solitario, siempre alejada de cualquier grupo que se haya formado y amenace con satisfacer su curiosidad sobre lo que la mantiene separada del resto y le impide comentar la moda del momento, sea cual sea, porque en realidad a nadie le importa lo que ella esté haciendo y prefiere evitar conflictos. Incluso aunque esté en clase, donde se aprovecha de la protección que le otorga su ubicación en la última fila para centrarse en sus cosas. Dicen que tiene un déficit de atención. Pero no es cierto. No muestra ningún interés por las banales temáticas que se empeñan en enseñarle, ni por las insistentes intentonas del profesorado a que muestre más interés. Porque ahí radica el problema, en el interés: no han conseguido captar el suyo. Tan solo en las pocas ocasiones en las que le hablan de historias clásicas, de dioses y leyendas, de monstruos y mitos que le recuerdan a sus relatos fantásticos, se permite abandonar su comportamiento habitual. Aunque se limiten a las epopeyas griegas, aunque no abandonen la zona de confort que suponen el Olimpo, Troya y el minotauro. Ella las conoce todas, las más populares y las más extrañas, mucho mejor que sus profesores, mucho mejor que nadie de su entorno, pero nunca rechaza una buena historia, y nunca rechaza de participar en ellas, por muchas miradas que despierte de los alumnos desinteresados sin déficit de atención.

Es un blanco fácil para las burlas de sus compañeros de clase en las pocas ocasiones en las que se interesan por ella, aunque no los considera compañeros sino simples personajes de relleno en su propia historia, mucho menos importantes de lo que ellos creen que son. Como tantas veces ha oído decir, el tiempo coloca a cada uno en su sitio. Su atención hacia ellos sí que supone un déficit, uno sin importancia alguna que encuentra reciprocidad al ser invisible la mayor parte del tiempo para todos.

Debido a esa persistente invisibilidad dicen que es introvertida, que tiene dificultades para comprender los mecanismos sociales, signifique lo que signifique eso. Porque es obvio que ella es el problema. Ella, que prefiere pasar desapercibida y no molesta a nadie. Obvio. Razón por la que recurre a su imaginación. Eso dicen.

En el autobús que los lleva de vuelta a casa se sienta siempre en el mismo sitio, delante de todo, porque los niños y niñas más populares lo hacen en la parte trasera, los raros se sientan en medio y los introvertidos en las primeras filas. Pero nunca en la primera de todas, reservada en exclusiva para ella, que es rara e introvertida todo en uno y se encuentra en lo más bajo de la importantísima clasificación de popularidad. Hoy no es la excepción.

La imaginación es desbordante y, en el autobús, su vista es privilegiada. Fuera llueve. Diluvia. Truena. La clase de tempestad por la que solo salen a la calle los que no tienen más remedio o los que son incapaces de evaluar el peligro. Creada sin avisar, sin tiempo a reaccionar. Una cortina de agua que se extiende para difuminar el mundo, que convierte las calles en grandes espejos resbaladizos. El cielo se ilumina a intervalos con destellos de electricidad. Las hojas abandonan los árboles impelidas por una fuerza invisible, muchas de ellas acompañadas de ramas de distinto tamaño y distinta amenaza. Algunas golpean la carrocería del autobús sin obtener más respuesta que la del sufrido conductor mediante un gruñido de disconformidad. El exterior es un caos sin continuación en el interior.

Una sacudida se encarga de igualar ambientes. El autobús se inclina hacia la izquierda levantando las ruedas al mismo tiempo que los chavales se inclinan por gritar. Pierde velocidad y las ruedas vuelven a contactar con el asfalto en un estruendo con el que vibra todo el vehículo. Un imposible golpe de viento. El tiempo está loco. Es el culpable. Pero ella sabe que no. Porque esta es la primera vez que los ve.

Un bucle giratorio de aire se forma hacia el cielo. Como si hubiera estado esperando para activarse en el momento adecuado. Una literal espiral de destrucción. Arrasando con todo en su camino para dejarlo en nada. Siguiendo un rumbo cambiante, en apariencia elegido por el azar. El tejado de una casa que vuela, despedazándose poco a poco. Otros restos de objetos imposibles de identificar sumándose a su vuelo. Y el eco de los gritos anteriores que vuelve a sonar en el interior del autobús.

Un rayo recorre el trayecto desde las nubes para detenerse con una explosión en un árbol a la izquierda del autobús detenido y amedrentado. Las llamas amagan con surgir tras la detonación pero se conforman con liberar múltiples volutas de humo, como si el árbol se fundiera lentamente con la lluvia. Gritos. El autobús y sus ocupantes se tambalean, y estos trasladan todo su peso al lado contrario, la vista fija en el humo cabalgando las gotas de agua. Tornado y árbol chamuscado, y ellos eligen el segundo como mayor preocupación. Ella no elige ninguno, porque es la única que mira en dirección contraria.

A la mujer que apoya una rodilla sobre la acera inundada.

Enormes alas negras de cuervo. Armadura ligera tachonada de tonos dorados que emite un extraño fulgor sin brillo. Una lanza con la punta en forma de llama en la mano. Las plantas cercanas pereciendo como si hubieran perdido una batalla contra el tiempo. Líneas rojas como ríos de sangre dibujando un lienzo sombrío por todo el bello rostro. Cabello largo y negro como hilos de tinieblas enmarcándolo. Ojos oscuros como la muerte. Inexplicable su presencia. Pero inconfundible para ella.

Morrigan.

Sus miradas conectan por un instante. Sorpresa en ambas, incluso en la diosa. Pronto la sorpresa se convierte en curiosidad por la mortal que sabe que no debería verla. Una inclinación de cabeza. Una sonrisa. Un guiño. Solo para sus ojos, los únicos que la han captado.

Las alas se estiran y se comban para darse impulso. Se eleva como un torbellino para enredarse con las nubes. Ella se levanta de su asiento y abandona el autobús, empleando su déficit de atención para no atender las quejas del conductor. Bajo el agua que la empapa contempla las plantas antes muertas volviendo a nacer con vitalidad renovada. Dirige los ojos al cielo, buscando en los resquicios de la lluvia. Apenas capta un par de imágenes nítidas entre los destellos que encienden las nubes. Las alas de cuervo danzando con el viento. La lanza cortando el agua. Una coreografía que la diosa lleva a cabo en compañía de otras alas.

El autobús sigue gritando, llama a su regreso. La chica introvertida puede que también esté mal de la cabeza. Pero su cabeza tan solo quiere identificar a la segunda figura. El agua parece darle un respiro mientras el mundo que la rodea se descompone. O quizá es esa imaginación que todos mencionan. Capta un cuerpo azul unido al otro par de alas. Un arma golpear con estrépito contra la lanza, dibujando en la oscuridad la silueta de un mazo. Un rayo atravesando el arma como si la imbuyera de poder. Suficiente en sus expertos ojos para reconocer a Lei Gong, por mucho que esté tan lejos de sus dominios. Por mucho que a la estampa no le encuentre ningún sentido.

La tempestad libera una ensordecedora colección de truenos. Por lo menos a oídos de todos menos a los de ella, conectados a la imagen que reciben sus ojos. Porque en su cabeza son las colisiones entre ambos las que resuenan por el aire. La confrontación de dos mitos sin conocida relación alguna.

Nota en los hombros unas manos temblorosas y en exceso dubitativas. Un conductor de autobús escolar aterrado que la conduce de vuelta a la supuesta seguridad del vehículo. Ella describe lo que ve con el detalle que le da el conocimiento. Hasta que la obligan a ocupar su solitario asiento. Hasta que la batalla se desplaza fuera de su vista, llevándose al tornado a realizar un paseo demoledor por otro camino. Hasta que la única compañía que le queda es la devastación del exterior. Y las plantas que han brotado en segundos de la muerte.

Nadie cree su historia. Nadie en su entorno ve lo que ella ve. Nadie en su entorno reconocería lo que ella reconoce. No es real. La imaginación para asimilar la destrucción. Dicen que su inventiva forma parte de una súplica de atención, de una llamada no escuchada a adquirir relevancia. Ella acepta las conclusiones. No se molesta en negarlo, tan solo supondría una pérdida de tiempo y esfuerzo. No puede pelear contra la ignorancia nacida del desconocimiento.

***

Ahora tiene dieciocho años. Va a la universidad, a estudiar una carrera que no sabe si necesita ni por qué la ha elegido. Ha crecido, aunque no mucho, es más guapa y su aspecto es más cercano a lo considerado por la sociedad como normal, por mucho que no le encuentre un significado con sentido al concepto de normalidad. Pero sigue siendo la misma niña con supuesto déficit de atención y supuestos problemas de conexión social. A veces siente que todo en ella es un supuesto que otra persona ha nombrado.

Su comportamiento continúa respondiendo al calificativo de introvertida, si bien con el paso del tiempo ha ido derivando poco a poco al calificativo de independiente para continuar luego su transformación hacia la sencilla descripción de demasiado rara para este mundo. Lo único bueno es que a su vez conlleva la eliminación de las burlas públicas por sus gustos menos populares. Ahora todavía interesa menos, por no decir que ya no interesa nada, no desde que su imaginación desbordante empezó a incomodar a los demás. No desde que sus ojos afirman haber visto las batallas de los dioses. No desde que nadie se cree una sola palabra que pronuncia con un libro de leyendas bajo el brazo. La fantasía incomoda cuando se cree real. Es mejor actuar como si ella no existiera. Sigue siendo invisible.

El mismo cuaderno que estrenó con trece años la acompaña a todas partes, las hojas desgastadas debido a su excesivo uso. En su interior ha descrito, dibujado y recreado todos los avistamientos de dioses que ha presenciado. Tan espaciados en el tiempo como para considerarlos casos aislados. Tan cercanos como para que formen una sola historia. El patrón común los sitúa en la segunda opción. Un patrón llamado Morrigan.

Con catorce años recién cumplidos la vio pelear con Agni, dios del fuego, entre las llamas que arrasaron sin orden alguno y sin piedad los montes boscosos que rodean su pueblo natal. Aquel día creyó oír a los árboles lanzar un grito de miedo y desesperación. Con quince contempló su lucha contra Sejmet, la diosa con cabeza de leona, en el campo epidémico en que se convirtió la ciudad vecina, engendrado por una enfermedad de origen desconocido y virulencia descontrolada que no hizo distinciones según la popularidad y la normalidad de cada uno. Entonces fueron las personas las que se postraron ante la desesperación. Con dieciséis, durante unas vacaciones familiares que no había solicitado ni comprendía, la observó batirse con un ente que ni siquiera ella tuvo la capacidad de reconocer, en medio de unas inundaciones provocadas por movimientos sísmicos. En esta ocasión, la desesperación alcanzó incluso a los animales que no entendían la locura del mundo.

Sucesos menores saturan el resto de hojas blancas del cuaderno. Instantáneas que captó sin continuidad. Visiones de sus solitarios ojos. E infinidad de preguntas y teorías como apuntes sin espacio para la solución. Solo ella puede encontrarla, porque nadie corrobora la veracidad de sus palabras.

Su deriva mitológica genera multitud de reacciones, entre las que predominan las de rechazo y las que bordean el sentimiento de lástima. Ya está acostumbrada. A que no la tomen en serio, a que le den la espalda, a que la repudien. Lo que no evita que le moleste, a nadie le gusta que lo marginen como a un bicho raro. Aun así necesita recordarse que son unos ignorantes para exculparlos de su falta de visión. Necesita recordárselo para descartar cada ofrecimiento de ayuda lleno de falsa compasión. Como si fuera ella la que requiere de ayuda. Ella, la única que los ve.

Porque para ellos es en lo que ha evolucionado lo que los demás llaman imaginación. La desbordante. En un grito de auxilio. Porque es demasiado mayor para concebir tales ilusiones envueltas en una capa de realidad. El cambio de lo que sus relatos generan en las otras personas se resume en una sencilla frase: con trece años son cosas de niños, con dieciocho es más preocupante. La edad la ha transformado de niña peculiar a mujer con serios problemas.

Pero a ella no le preocupa. Porque conoce su verdad, y con eso tiene suficiente. El tiempo se encargará de mostrársela a todos.

Hoy avanza a trompicones por la calle. No es la única. Una gruesa capa de nieve del blanco más puro posible elimina los habituales colores de la ciudad. Cayendo sin descanso desde las nubes de idéntico blanco. Una nieve inusual, en el momento y lugar equivocado, engañando incluso a las previsiones más optimistas.

La gente intenta adaptarse a una jornada excepcional, tratando de avanzar con sus vidas en un ambiente contrario a la normalidad que lo rige casi todo. Ella no. Ella observa el cielo, empujada por esa excepcionalidad, porque comprende lo que significa mejor que nadie. Porque el patrón se repite.

La nevada aumenta de intensidad, añadiendo un repentino viento gélido. Los copos se congelan al reposar en sus pestañas, en sus cejas, en cualquier pelo suelto que haya escapado de la protección de lana de su cabeza. Ella misma parece congelarse en el lugar que ha elegido en medio de la calle. La cabeza hacia atrás, la cara apuntando al cielo. Los ojos buscando ranuras entre la constelación de estrellas de nieve por las que detectar la batalla que sabe que está sucediendo. A su alrededor, en cambio, todos buscan una protección que el exterior les está negando. Puede sentir sus ojos escrutándola al pasar por su lado, puede imaginar lo que piensan de ella; de imaginación va sobrada. Como también puede sentir los que la tratan como a un obstáculo irrelevante.

Las manos de visera para frenar la nieve, la mirada atenta y una focalización excesiva, rayando la obsesión, le devuelven una imagen en las alturas. Las alas de cuervo agitan los copos al enfrentarse contra otro dios. Ella cree que es Ull, el dios nórdico, pero no está segura. Por la visibilidad reducida y por las incongruencias. Porque incluso en su vasto conocimiento ha encontrado lagunas de información y contradicciones a lo aprendido en los textos.

Una explosión de energía la sobresalta. La nieve se remueve en círculos durante unos instantes, funcionando como un escudo protector que le impide percibir nada. Hasta que el escudo se desmenuza, como si se derritiera, y algo se aleja a una velocidad endiablada, cortando el temporal. Hasta que solo queda Morrigan suspendida en el aire, las alas abiertas.

La nevada se da un respiro. La ciudad vuelve a materializarse al desvanecerse la cortina blanca que la ocultaba. La gente cuya mala fortuna había situado en el centro del enfrentamiento se toma también un respiro merecido. Ella no respira. Contiene al aliento mientras acompaña con la mirada el descenso de la diosa. Mientras se posa con suavidad sobre la nieve acumulada en la acera, apoyada sobre una rodilla, frente a los únicos ojos que la ven. Es la segunda vez que una observa a la otra en completo silencio. Que se estudian y se sorprenden.

Morrigan la mira. Morrigan sonríe. Morrigan se levanta. Morrigan camina hacia ella. Ella tan solo es capaz de repetir su nombre, cree que en voz alta, pero le genera dudas al haberlo oído como un eco en su cabeza.

La nieve bajo sus pies se derrite. Pasa a un estado líquido antes de convertirse en un gas que la devuelve a las nubes. Renovación. La muerte de un elemento es el nacimiento de otro. La muerte siempre la acompaña. La vida siempre la acompaña. Ella siempre la acompaña.

Morrigan apoya una mano sobre su hombro. Se le corta la respiración que había conseguido recuperar. En este instante juraría que el mundo a su alrededor se ha detenido. Juraría que el mundo avanza a toda velocidad. Porque es en este instante cuando comprende por qué ella es la única que la ve.

Con la revelación se siente renacer.

Los ojos de Morrigan se apartan sorprendidos de los suyos. Porque ya no son los únicos. Varias personas las rodean con los pies hundidos en la nieve, temerosas de dar un paso más y adentrarse en el círculo que se ha abierto en el blanco bajo ellas. Sus ojos muestran la esperada fascinación de verse ante una entidad superior, de verse ante una diosa. Pero no miran a Morrigan. La miran a ella.

Su imaginación es tan desbordante que contagia las mentes de todos. Por eso al fin la ven.

Photo by Reza Shayestehpour on Unsplash

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