
28 Jun Relato III: Gema de sangre
Rasgó la cerilla sobre el empedrado para provocar la combustión del fósforo. Acercó la llama al pábilo de la primera vela de cera. Esperó a que el fuego se transmitiera de una a otra, su mano firme durante el proceso. Encendió cuantas pudo con la única cerilla que le quedaba y luego utilizó las propias velas para acabar de alumbrar las restantes. Pronto cerró el círculo de fuego alrededor de la Gema de sangre de la Diosa, de un rojo denso en su corazón que mudaba a verde rebosante de vida al acercarse a las capas exteriores. Si nadie lo remediaba, en poco tiempo completaría su transformación al monótono color.
Se retiró para colocarse de rodillas bajo el lucernario ubicado en el centro de la gran sala de la Gema. Faltaban pocos minutos para que el sol se situara en su posición más elevada del día, con lo que al hacerlo crearía una columna de luz vertical que la envolvería a ella por completo. El momento en el que esperaba que la Diosa le concediera su última bendición y le cediera su poder para defender su casa, para evitar que los escépticos que vivían en confusión perpetua mancharan con su odio a su gran divinidad. Tan solo debía creer, debía entregar su alma para demostrar su pureza; debía convencerla de ser digna de blandir su fuego.
Cerró los ojos y se concentró, tratando de eliminar de su mente los sonidos que le llegaban desde el exterior de la iglesia sagrada. Gritos de aquellos que condujeron hasta sus puertas la revolución en contra de su credo, nacida del miedo a sus propias faltas de fe y a los logros de aquellos que sí creyeron. En lugar de intentar alcanzar un punto de comprensión, en lugar de modificar sus actos en pos de lograr un perdón divino, decidieron destruir a quienes creían que los habían rechazado. Porque decidieron que no podía existir aquello que no los aceptaba, y lo tildaron de farsa creada para generar riquezas a los pocos que habían sido bendecidos con el toque de la Diosa y llenar de pesares a los que no lo consiguieron.
La fuerza de la turba alcanzó el portón principal, anclado desde dentro con unos tablones de madera cruzados de lado a lado. Los golpes lo hicieron temblar, hicieron trabajar a las bisagras, pero no tumbaron su fortaleza. No tardarían en hacerlo. Ella apagó el ruido con su propia voz, recitando la plegaria del fuego en su soledad, en su último eslabón de resistencia:
Diosa, escucha mi plegaria. Tu nombre jamás pronunciaré, salvo con mi último aliento. Tu voz jamás oiré, salvo cuando limpie mi cuerpo de la corrupción. Tu imagen jamás contemplaré, salvo cuando mi alma te pertenezca. Tu fuego jamás apagaré, salvo cuando el odio haya purificado.
El ruido del odio incrementó su intensidad. Había arrasado con demasiadas cosas. Había arrasado con un pueblo hasta hacía no mucho bastión de paz, guiado por las reglas de la Diosa para mantener el equilibrio. Había arrasado con inocentes que, incrédulos, contemplaron el crecimiento de un sentimiento que creían ajeno a ellos. Había arrasado con símbolos de respeto y adoración que en ojos rabiosos se percibían de ruina y humillación. Y ahora pretendía arrasar con el refugio final de la Diosa.
Esta era paciente. Respondería cuando tuviera que hacerlo y con la fuerza precisa que la situación requiriera. Para sus detractores era un síntoma de su inexistencia, de su condición de mito surgido del tiempo y la incultura que algunos utilizaban para justificar sus actos. De que sus seguidores nunca recibirían la ayuda celestial que solicitaban en sus preces en los momentos anteriores a que les cayera encima la fuerza de la realidad. Pero sus seguidores no pedían que les salvara en vida, sino que les otorgara el perdón a sus pecados y condujera sus almas errantes tras la muerte para recibir la salvación de la eternidad. Porque sí morían era porque formaba parte de su plan, porque había llegado su turno. Y ella, su más acérrima adepta, creía en su plan, confiaba en que le permitiría defender el altar dedicado en su honor, la iglesia construida para transmitir sus enseñanzas. Por eso continuó con más convicción si cabe con la plegaria del fuego:
Diosa, escucha mi plegaria. Concédeme el honor de portar tu fuego. Concédeme el honor de imbuirme del calor de tu sangre. Concédeme el honor de transmitir tus palabras. Concédeme el honor de blandir tu bendición.
Pero si debía morir, si eso era lo que estaba escrito en su futuro, moriría. Lo aceptaría y procuraría no caer presa de sus remordimientos, porque con ellos estaría dudando de las creencias que la habían guiado toda su vida. Haría cuanto se le permitiera porque cuanto se le permitiera era todo lo que podía y debía hacer.
El haz de luz que accedía por el lucernario se acercaba a la posición necesaria para completar su ritual. Un círculo grabado en el suelo indicaba el lugar exacto, tintado de un rojo cada vez más intenso. Faltaban segundos, un último empujón de su fe y su paciencia. Pero primero llegó el empujón definitivo que rompió la madera y abrió el portón como un vendaval, este un empujón de rabia ejemplificada en los ojos inyectados en sangre y en salivaciones descontroladas.
La turba, de un número más reducido del que inició la revuelta, accedió a la gran sala de la Gema con el ansia de cumplir su objetivo de destrucción. Su ímpetu duró poco, tan solo hasta que sus ojos se posaron en ella y contemplaron la escena que llevaba a cabo. El miedo se hizo palpable en cada uno de sus gestos cuando observaron el cuerpo del sacrificio a su lado, con la espada sagrada clavada en el pecho del que supuraba sangre hacia el círculo que la rodeaba a ella. Era el cuerpo de un seguidor de la Diosa, como indicaban sus ropajes rojos y negros, y los hombres que formaban la turba pensarían que había sido asesinado, pero en realidad él mismo se había ofrecido para el ritual, agradecido de poder cumplir un último servicio a su divinidad.
Ella aprovechó la conmoción de sus enemigos para completar su plegaria de fuego, en el instante en que la columna de luz alcanzaba la verticalidad y golpeaba al círculo de sangre al completo:
Diosa, escucha mi plegaria. Permíteme hacerles entender. Permíteme hacerles ver. Permíteme convertirlos en tus siervos. Permíteme mostrarles el camino a la muerte. Diosa, confíame tu fuego para acabar con los impuros.
La Gema vibró, emitiendo un sonido agudo pero apagado que obligó a todos a cubrirse los oídos, como un grito contrito. A todos menos a ella, cuyos ojos se habían ennegrecido y cuyo corazón palpitaba como si intentara escapar de su pecho. La sangre del círculo se elevó. Flotó en el aire en grandes gotas durante unos segundos. De pronto se precipitó para impactar en el mismo recipiente marcado en el suelo, tras lo que ardió y se transformó en un círculo de fuego. Pero el fuego no se limitó al círculo, sino que siguió encendiendo el reguero de sangre como si de una larga mecha se tratara hasta alcanzar el cuerpo del sacrificio y convertirlo en una antorcha humana.
Ella se levantó. Abandonó el círculo. Sus movimientos eran tan gráciles que daba la sensación de flotar. Posó una mano sobre el mango de la espada. Al hacerlo, el fuego consumió en un fogonazo el cuerpo del sacrificio, dejándolo en poco más que una mancha oscura en el suelo y unas tímidas volutas de humo de recuerdo, y se transmitió a la espada sagrada, cubriendo el metal de llamas.
La turba dejó de ser turba. La imagen de la espada de fuego había roto de un plumazo cualquier pensamiento común que los moviera. Su único pensamiento ahora era el de sobrevivir. No creyeron que fuera posible, no creyeron que fuera real, pero el calor y la visión del fuego se inyectó en sus impuras mentes con un golpe de verdad.
Ella se acercó al grupo. Los más rápidos, o quizá los más cobardes, ya se habían dispersado en busca de un refugio que nunca hallarían; la furia de la Diosa les alcanzaría allí donde estuviesen, no existía la opción de la escapatoria. Los que habían aceptado su destino aguardaron entre temblores y la inmovilidad. Ella se plantó frente a uno de ellos, el que mostró más convicción al entrar, convertida ahora en resignación camuflada en miedo. Lo estudió, buscando en él una cualidad redentora, pero al no hallarla decidió convertirlo en el primero en recibir el castigo del fuego. Había rechazado la muerte salvadora; ahora recibiría la muerte como condena. La espada lo atravesó a la altura del estómago, sobresaliendo por su espalda. El hombre ardió, igual que si se tratara de una combustión espontánea. Su cuerpo corrió el mismo destino que el sacrificio pero, en su caso, sus cenizas no se evaporaron, sino que se transportaron más allá de ella, hacia el lugar en el que su alma cumpliría su penitencia y serviría a la Diosa.
Los demás decidieron que era el momento de huir. Unos con más habilidad que otros; algunas piernas pensaron con acierto que era innecesario el esfuerzo. Ella los iba a cazar a todos. El fuego había marcado al primero y con ello había obtenido la esencia del terror que sentían. La ira de la Diosa la guiaría hasta sus enemigos, dictaría sus sentencias.
Y así hizo, uno tras otro. Primero atrapó a los más rezagados, a los que esperaban cobijarse en algún rincón oscuro de la iglesia sagrada. Luego recorrió el pueblo con determinación, siguiendo el rastro de los cobardes. No dejó que nadie escapara de su castigo, no podía concederle el indulto a ninguno; así lo quería su gran divinidad. Pronto, varias nubes de ceniza recorrieron la distancia que las separaba para reunirse en el interior de la iglesia.
Cuando hubo cumplido su tarea, cuando hubo limpiado el odio, el fuego de la espada se apagó. Los creyentes que se habían refugiado de los ataques regresaron a la luz, a contemplar la recompensa a su fe. Los que aún albergaban dudas dejaron de tenerlas y se convencieron de que debían entregarse en cuerpo y alma. Ella no se vanaglorió de sus actos, tan solo cumplía sus órdenes. Regresó a la iglesia, regresó para agradecer que la hubiera considerado digna. Regresó a la Gema de sangre.
La Gema lucía un color rojo intenso y uniforme tras haber absorbido las almas de los impuros que habían sucumbido ante el fuego. La Gema estaba completa. Ella se arrodilló ante la inesperada imagen, convencida de que el honor podría haber recaído en cualquier otro, de que había seguidores que habían trabajado tanto o más que ella, pero orgullosa y agradecida de haber sido la elegida para llevar a cabo la tarea de completarla.
La Gema estaba lista para mostrar el corazón de la Diosa al resto del mundo, para repartir la bendición de la muerte salvadora.
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